¿Recuerdas los violines de esa tarde Adán? No
sé porque le pregunté eso, a decir verdad yo no los recordaba hasta ese
instante. Cuando pasó el trago de café, bajó lentamente la taza, me miró y con
una mueca de esas que simulan sonrisa, respondió que sí. Hablamos tanto de las
cosas que han cambiado, de las jacarandas que alfombraban cierto campo en el
febrero cuando los caminos se volvieron a cruzar, de las ansias y la nostalgia
de lo que no será.
En
su cabello las canas ganan la batalla, le va bien esa derrota; durante el
silencio hubo muchas miradas: unas disimuladas, otras curiosas y sobre todo
hubo miradas tiernas, porque no importan
los años que han pasado somos nosotros. Él con la tristeza en los ojos, con su
masticada idea de la soledad como único medio para curarse de la felicidad
perdida; yo con mis ganas de correr y los sueños de mariposa de Chan Tzu.
Habían
pasado un par de horas desde que nos encontramos en el pasillo de la tienda, un
par de horas desde que tocó mi mano que buscaba un separador curioso que
acompañara mi relectura de ciertos nocturnos. Ahora tenía mi mano otra vez, yo
la suya, cuatro manos, dos personas, una mirada. ̶
Resulta peor con los años, ya no hay límites que cruzar y aún así tu
boca es tan tentadora, llamó al mesero para pedir el segundo café.
Puedo
asegurar que mis mejillas estaban a
punto de carmín y no pude más que mirar la ventana, qué bien se veía ese jardín
con su fuente de lupi. Dos tazas más
llegaron a la mesa, dos tazas más que se diluyeron entre risas venidas de un
par de recuerdos sobre la clase de Literatura universal de aquel año dos mil,
donde se leía a García Márquez con avidez de llegar a los pasajes donde
Eréndida desnuda se aferraba a su primer amor.
̶ ¿Sabes?, la universidad fue tan
distinta, casi nadie lee en voz alta, casi nadie enseña a sentir los textos,
¡carajo, a nadie le importa la tristeza! Bebí más café.
El
repaso de los años nunca tiene final, las redes crecen, cambian, se enredan y
se rompen cuando hay algo que omitir. Yo omití mi idea de no haber hecho nada
de mi vida, me dio pena decirle que en 30 años he logrado nada, que hay días en
que me siento tan vulnerable como cuando me obligó a escribir esa
autobiografía. Él omitió las lágrimas al hablar de la muerte de su madre, de la
mañana en que Minatitlán dejó de ser su hogar porque las raíces se habían
secado y estaban bajo tierra.
Miró
el reloj, aun había sol, pero ya era tarde… pensé por un instante en cómo se da
por terminado un encuentro como este, cómo se inicia la despedida de una
partida que no se desea. Recordé que en los últimos meses he tenido una
sensación similar con frecuencia, he sentido ganas de no soltar cierta mano.
̶ ¿Aún te gusta caminar? Esa no era la manera
de terminar el encuentro, sino de aplazarlo.
̶ Sí, sobre todo, si el Sol está
por retirarse. Salimos del lugar y el domingo quizá no terminó.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario