Nocturno de
los ángeles
Xavier
Villaurrutia
Se diría que
las calles fluyen dulcemente en la noche.
Las luces no
son tan vivas que logren desvelar el secreto,
el secreto
que los hombres que van y vienen conocen,
porque todos
están en el secreto
y nada se
ganaría con partirlo en mil pedazos
si, por el
contrario, es tan dulce guardarlo
y
compartirlo sólo con la persona elegida.
Si cada uno
dijera en un momento dado,
en sólo una
palabra, lo que piensa,
las cinco
letras del deseo formarían una enorme cicatriz luminosa,
una
constelación más antigua, más viva aún que las otras.
Y esa
constelación sería como un ardiente sexo
en el
profundo cuerpo de la noche,
o, mejor,
como los Gemelos que por vez primera en la vida
se miraran
de frente, a los ojos, y se abrazaran ya para siempre.
De pronto el
río de la calle se puebla de sedientos seres,
caminan, se
detienen, prosiguen.
Cambian
miradas, atreven sonrisas,
forman
imprevistas parejas...
Hay recodos
y bancos de sombra,
orillas de
indefinibles formas profundas
y súbitos
huecos de luz que ciega
y puertas
que ceden a la presión más leve.
El río de la
calle queda desierto un instante.
Luego parece
remontar de sí mismo
deseoso de
volver a empezar.
Queda un
momento paralizado, mudo, anhelante
como el
corazón entre dos espasmos.
Pero una
nueva pulsación, un nuevo latido
arroja al
río de la calle nuevos sedientos seres.
Se cruzan,
se entrecruzan y suben.
Vuelan a ras
de tierra.
Nadan de
pie, tan milagrosamente
que nadie se
atrevería a decir que no caminan.
¡Son los
ángeles!
Han bajado a
la tierra
por
invisibles escalas.
Vienen del
mar, que es el espejo del cielo,
en barcos de
humo y sombra,
a fundirse y
confundirse con los mortales,
a rendir sus
frentes en los muslos de las mujeres,
a dejar que
otras manos palpen sus cuerpos febrilmente,
y que otros
cuerpos busquen los suyos hasta encontrarlos
como se
encuentran al cerrarse los labios de una misma boca,
a fatigar su
boca tanto tiempo inactiva,
a poner en
libertad sus lenguas de fuego,
a decir las
canciones, los juramentos, las malas palabras
en que los
hombres concentran el antiguo misterio
de la carne,
la sangre y el deseo.
Tienen
nombres supuestos, divinamente sencillos.
Se llaman
Dick o John, o Marvin o Louis.
En nada sino
en la belleza se distinguen de los mortales.
Caminan, se
detienen, prosiguen.
Cambian
miradas, atreven sonrisas.
Forman
imprevistas parejas.
Sonríen
maliciosamente al subir en los ascensores de los hoteles
donde aún se
practica el vuelo lento y vertical.
En sus
cuerpos desnudos hay huellas celestiales;
signos,
estrellas y letras azules.
Se dejan
caer en las camas, se hunden en las almohadas
que los
hacen pensar todavía un momento en las nubes.
Pero cierran
los ojos para entregarse mejor a los goces de su encarnación misteriosa,
y, cuando
duermen, sueñan no con los ángeles sino con los mortales.