9 de
diciembre de 1875
Querida
Gertrude:
¿Sabes
una cosa? Ya no se pueden enviar besos por correo: el paquete pesa tanto que
resulta muy caro. Cuando el cartero me trajo tu última carta, me miró con aire
severo y me dijo: “Tiene que pagar dos libras, señor. Exceso de peso”. […] “¡Por
favor, señor cartero —le dije hincando gentilmente una
rodilla en tierra […]— perdóneme por esta vez! Es de una niña”. “¿De una niña?
—gruñó—, ¿y qué tienen de especial las niñas”. “Que son de azúcar y canela
—empecé a decir—, y de todo lo que…”. * Pero él me interrumpió: “¡No me refiero a esto!
Quiero decir qué tienen de bueno las niñas que mandan cartas tan pesadas”. “La
verdad, no mucho”, dije con tristeza.
“Procure
no recibir más cartas como esta —dijo él—, al menos que no sean de esta niña.
La conozco bien y es bastante mala”. ¿Verdad que no es cierto? No creo que te
haya visto siquiera. Y tú no eres mala, ¿o sí? Con todo, le prometí que nos
escribiríamos muy poco. “Sólo dos mil cuatrocientas setenta cartas”, le dije. […]
Ya ves,
a partir de ahora tendrás que llevar la cuenta y cuando lleguemos a la dos mil
cuatrocientos setenta, no nos escribiremos más, a menos que el cartero nos dé
permiso.
Tu
querido amigo,
Lewis
Carroll