José Lezama
Lima
Cómo aislar
los fragmentos de la noche
para apretar
algo con las manos,
como la
liebre penetra en su oscuridad
separando
dos estrellas
apoyadas en
el brillo de la yerba húmeda.
La noche
respira en una intocable humedad,
no en el
centro de la esfera que vuela,
y todo lo va
uniendo, esquinas o fragmentos,
hasta formar
el irrompible tejido de la noche,
sutil y
completo como los dedos unidos
que apenas
dejan pasar el agua,
como un
cestillo mágico
que nada
vacío dentro del río.
Yo quería
separar mis manos de la noche,
pero se oía
una gran sonoridad que no se oía,
como si todo
mi cuerpo cayera sobre una serafina
silenciosa
en la esquina del templo.
La noche era
un reloj no para el tiempo
sino para la
luz,
era un pulpo
que era una piedra,
era una tela
como una pizarra llena de ojos.
Yo quería
rescatar la noche
aislando sus
fragmentos,
que nada
sabían de un cuerpo,
de una tuba
de órgano
sino la
sustancia que vuela
desconociendo
los pestañeos de la luz.
Quería
rescatar la respiración
y se alzaba
en su soledad y esplendor,
hasta formar
el neuma universal
anterior a
la aparición del hombre.
La suma
respirante
que forma
los grandes continentes
de la aurora
que sonríe
con zancos
infantiles.
Yo quería
rescatar los fragmentos de la noche
y formaba
una sustancia universal,
comencé
entonces a sumergir
los dedos y
los ojos en la noche,
le soltaba
todas las amarras a la barcaza.
Era un
combate sin término,
entre lo que
yo le quería quitar a la noche
y lo que la
noche me regalaba.
El sueño,
con contornos de diamante,
detenía a la
liebre
con orejas
de trébol.
Momentáneamente
tuve que abandonar la casa
para darle
paso a la noche.
Qué
brusquedad rompió esa continuidad,
entre la
noche trazando el techo,
sosteniéndolo
como entre dos nubes
que flotaban
en la oscuridad sumergida.
En el
comienzo que no anota los nombres,
la llegada
de lo diferenciado con campanillas
de acero,
con ojos
para la
profundidad de las aguas
donde la
noche reposaba.
Como en un
incendio,
yo quería
sacar los recuerdos de la noche,
el tintineo
hacia dentro del golpe mate,
como cuando
con la palma de la mano
golpeamos la
masa de pan.
El sueño
volvió a detener a la liebre
que arañaba
mis brazos
con palillos
de aguarrás.
Riéndose,
repartía por mi rostro
grandes
cicatrices.
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