Poema de los
dones
Jorge Luis
Borges
Nadie rebaje
a lágrima o reproche
esta
declaración de la maestría
de Dios, que
con magnífica ironía
me dio a la
vez los libros y la noche.
De esta
ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos
sin luz, que sólo pueden
leer en las
bibliotecas de los sueños
los
insensatos párrafos que ceden
las albas a
su afán. En vano el día
les prodiga
sus libros infinitos,
arduos como
los arduos manuscritos
que
perecieron en Alejandría.
De hambre y
de sed (narra una historia griega)
muere un rey
entre fuentes y jardines;
yo fatigo
sin rumbo los confines
de esta alta
y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias,
atlas, el Oriente
y el
Occidente, siglos, dinastías,
símbolos,
cosmos y cosmogonías
brindan los
muros, pero inútilmente.
Lento en mi
sombra, la penumbra hueca
exploro con
el báculo indeciso,
yo, que me
figuraba el Paraíso
bajo la
especie de una biblioteca.
Algo, que
ciertamente no se nombra
con la
palabra azar, rige estas cosas;
otro ya
recibió en otras borrosas
tardes los
muchos libros y la sombra.
Al errar por
las lentas galerías
suelo sentir
con vago horror sagrado
que soy el
otro, el muerto, que habrá dado
los mismos
pasos en los mismos días.
¿Cuál de los
dos escribe este poema
de un yo
plural y de una sola sombra?
¿Qué importa
la palabra que me nombra
si es
indiviso y uno el anatema?
Groussac o
Borges, miro este querido
mundo que se
deforma y que se apaga
en una
pálida ceniza vaga
que se
parece al sueño y al olvido.
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