De
la misma manera a la Maga le encantaban los líos inverosímiles en que andaba
metida siempre por causa del fracaso de las leyes en su vida. Era de las que
rompen los puentes con sólo cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber
visto en una vitrina el décimo de lotería que acaba de ganar cinco millones.
Por mi parte ya me había acostumbrado a
que me pasaran cosas modestamente excepcionales, y no encontraba demasiado horrible que al entrar
en un cuarto a oscuras para recoger un álbum de discos, sintiera bullir en la
palma de la mano el cuerpo vivo de un ciempiés gigante que había elegido dormir
en el lomo del álbum. […]
En
fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el
suelo hasta encontrar un pedazo de
género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en
los tachos de basura, los ojos
vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate,
la señal del perdón o del aplazamiento.
Sé lo que es eso porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que me toca encontrar trapo
rojo. Desde la infancia apenas se me cae
algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va
a ocurrir una desgracia, no a mí sino a
alguien a quien amo y cuyo nombre empieza
con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco
vale que lo levante otro porque el maleficio
obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo hago,
cuando me precipito a juntar un lápiz o un
trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un
restaurante bacán con montones de gerentes,
putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados.
Julio
Cortázar, Rayuela
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