El naufragio
Gilberto
Owen
Esta mañana
te sorprendo con el rostro tan desnudo que temblamos;
sin más que
un aire de haber sido y sólo estar, ahora,
un aire que
te cuelga de los ojos y los dientes,
correveidile
colibrí, estático
dentro del
halo de su movimiento.
Y no hablas.
No hables,
que no
tienes ya voz de adivinanza
y acaso te
he perdido con saberte,
y acaso
estás aquí, de pronto inmóvil,
tierra que
me acogió de noche náufrago
y que al
alba descubro isla desierta y árida;
y me voy por
tu orilla, pensativo, y no encuentro
el litoral
ni el nombre que te deseaba en la tormenta.
Esta mañana
me consume en su rescoldo la conciencia de mis llagas;
sin ella no
creería en la escalera inaccesible de la noche
ni en su
hermoso guardián insobornable:
aquí me hirió
su mano, aquí su sueño,
en Emel su
sonrisa, en luz su poesía,
su desamor
me agobia en tu mirada.
Y luché
contra el mar toda la noche,
desde Homero
hasta Joseph Conrad,
para llegar
a tu rostro desierto
y en su
arena leer que nada espere,
que no espere
misterio, que no espere.
Con la
mañana derogaron las estrellas sus señales y sus leyes
y es inútil
que el cartógrafo dibuje ríos secos en la palma de la mano.
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