Quisiera derribar
con una palabra esa muralla que crece sobre bosques, encima del vacío. Hay
delicadas sombras que solo necesitan de un gesto para derrumbarse, hay
poderosos puentes que terminan siendo de papel, al fin y al cabo. Hay, también,
un grito ahogado que hemos guardado para los malos ratos, para los días entre
peces, para el gastado ejercicio de la vigilia y la demolición.
He sentido esa
palabra crecer más allá de la garganta, debajo de los ojos, traspasando el
sueño y la urgencia. Pero la palabra es muda como el grito de un cenzontle, de
un guardabarranco, de un gorrión. Los pájaros, ya lo sabemos, solo saben
cantar. Sus aullidos son trinos y no sabemos qué parte tienen de deseo o de
rabia o de dolor.
No es que sea un pájaro ni
que sepa cantar. Esto es una analogía, silvestre y sencilla como la lluvia de
todos los veranos. Es solo esa reposada, melancólica, apacible certeza de que
en el silencio los aullidos duermen como espadas. Aguardan. Su espera es una
espina que se mece entre el corazón y la noche, encima del largo y tumultuoso
mar
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