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domingo, 4 de mayo de 2014

Ya no había necesidad de ponerle nombre a los fantasmas, lo supe antes de cruzar el umbral, ellos se habían adelantado. Sentí el peso de una  mano que me instaba a entrar al jardín, como si aquello fuera cosa sencilla, como si un recuerdo no estuviera a punto de escurrirse por los ojos. Los domingos se han vuelto días muy peculiares, una lástima que no hayamos tenido alguno juntos. Tuve que detenerme un par de minutos más ahí, al filo de ese marco. Saqué la cámara, una, dos, tres, muchas fotos; decidió posar, insisto, el rojo no le sienta bien… una, dos; intercambiamos la cámara, cuando mi brazo atraviesa el umbral siento la llovizna, qué fresca. Me inquieta la idea de no poder cruzar.
            Una, dos, tres, cuatro… reiterada invitación a cruzar: se estaba muy bien afuera, las gotas eran finas, la tierra mojada regalaba su aroma. Una, dos… nula asistencia en el jardín, podríamos encender un cigarro en un extremo alejado y disfrutar. Claro, también podía quedarme ahí, recargada en el umbral mirándolo, preguntándome acerca de los mecanismos del destino, odiando la nada acertada labor de cierto Cupido enojado por sus alas, inventando rutas para el olvido, pensando en lo que no será.
            Lo pierdo de vista, me parece bien, la estampa es casi perfecta; lo acepto, la soledad y el silencio me gustan, me han acompañado desde hace mucho, aprendimos a estar, a ser. Hay silencios que calman el alma; otros que uno no desea y lastiman, a ambos hay que tomarlos de la mano para aprender a caminar. Reaparece, muy bien, una foto más, le pido que se aleje… sólo me sobran dos extintores, sólo me faltas tú, menudo asunto.
            Tengo que cruzar, aunque también tengo que olvidar y dejar que los fantasmas se vayan, desatar cierta bolsita, ir sacudiendo los abrazos… hay que cruzar. Es una tarde agradable, paró la llovizna, cruzo al fin. Qué hermosa es la luz que se cuela entre los árboles. Camino lento, era verdad, no hay nadie extraño. Sigo, me atrapa el reflejo de las hojas en los charcos, sigo los charcos. Topamos de frente, una, dos. Sí quiero el cigarro. Caminamos hasta el otro extremo, junto a unas bromelias que me parecen muy grandes, debe ser la tranquilidad del lugar lo que las hace crecer así. El cigarro no puede ni lejanamente competir con el olor de la tierra mojada, haría falta un café. Le propongo una serie que se llame Fumar en sepia, una, dos, tres, muchas, muchísimas… ahora que las miro, no todas buenas, muy pocas dignas.

            Pasan los minutos, crecen los suspiros, se acaba el cigarro. Retorno de la llovizna y hay un apenado sol que está por esconderse, pocas nubes y decido recostarme en el pasto, no le parece lo más atinado. La humedad se apodera rápido de la playera, poco más lento del pantalón… cierro los ojos y me concentro en contar las gotas que caen en mi rostro, cuenta inútil, llegando a 30, ya no las siento con claridad, el agua se escurre y me distrae. Una, dos; silencio, luego su cabeza choca con la mía, recuerdo que el rojo no le sienta bien, que los fantasmas se han nombrado ya, que me enamoré, que Cupido lo hizo muy mal aquí. Levanto los brazos y al abrir los ojos, el cielo ya no estaba ahí. 


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