Elogio de la sombra
José Luis Borges
La vejez (tal
es el nombre que los otros le dan)
puede ser el
tiempo de nuestra dicha.
El animal ha
muerto o casi ha muerto.
Quedan el
hombre y su alma.
Vivo entre
formas luminosas y vagas
que no son aún
la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se
desgarraba en arrabales
hacia la
llanura incesante,
ha vuelto a ser
la Recoleta, el Retiro,
las borrosas
calles del Once
y las precarias
casas viejas
que aún
llamamos el Sur.
Siempre en mi
vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de
Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha
sido mi Demócrito.
Esta penumbra
es lenta y no duele;
fluye por un
manso declive
y se parece a
la eternidad.
Mis amigos no
tienen cara,
las mujeres son
lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas
pueden ser otras,
no hay letras
en las páginas de los libros.
Todo esto
debería atemorizarme,
pero es una
dulzura, un regreso.
De las
generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré
leído unos pocos,
los que sigo
leyendo en la memoria,
leyendo y
transformando.
Del Sur, del
Este, del Oeste, del Norte,
convergen los
caminos que me han traído
a mi secreto
centro.
Esos caminos
fueron ecos y pasos,
mujeres,
hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entre sueños y
sueños,
cada ínfimo
instante del ayer
y de los ayeres
del mundo,
la firme espada
del danés y la luna del persa,
los actos de
los muertos,
el compartido
amor, las palabras,
Emerson y la
nieve y tantas cosas.
Ahora puedo
olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y
mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré
quién soy.
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