Ser un
instante
Rafael
Guillén
La
certidumbre llega como un deslumbramiento.
Se existe
por instantes de luz. O de tiniebla.
Lo demás son
las horas, los telones de fondo,
el gris para
el contraste. Lo demás es la nada.
Es un
momento. El cuerpo se deshabita y deja
de ser la
transparencia con que se ve a sí mismo.
Se incorpora
a las cosas; se hace materia ajena
y podemos
sentirlo desde un lugar remoto.
Yo recuerdo
un instante en que París caía
sobre mí con
el peso de una estrella apagada.
Recuerdo
aquella lluvia total. París es triste.
Todo lo
bello es triste mientras exista el tiempo.
Vivir es
detenerse con el pie levantado,
es perder un
peldaño, es ganar un segundo.
Cuando se
mira un río pasar, no se ve el agua.
Vivir es ver
el agua; detener su relieve.
Mi vagar se acodaba sobre el pretil de hierro
del Pont des Arts. De súbito, centelleó la
vida.
Sobre el
Sena llovía y el agua, acribillada,
se hizo
piedra, ceniza de endurecida lava.
Nada altera
su orden. Es tan sólo un latido
del ser que,
por sorpresa, llega a ser perceptible.
Y se siente
por dentro lo compacto del hierro,
y somos la
mirada misma que nos traspasa.
La lucidez
elige momentos imprevistos.
Como cuando
en la sala de proyección, un fallo
interrumpe
la acción, deja una foto fija.
Al pronto el
ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.
La pesada
silueta de Louvre no se cuadraba
en el
espacio. Estaba instalada en alguna
parte de mí,
era un trozo de esa total conciencia
que hendía
con su rayo la certeza absoluta.
Ser un
instante. Verse inmerso entre otras cosas
que son.
Después no hay nada. Después el universo
prosigue en
el vacío su muerte giratoria.
Pero por un
momento se detiene, viviendo.
Recuerdo que
llovía sobre París. Los árboles
también eran
eternos a la orilla. Al segundo,
las aguas
reanudaron su curso y yo, de nuevo,
las miraba
sin verlas, perderse bajo el puente.
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