Hojas secas
Manuel Acuña
I
Mañana
que ya no puedan
encontrarse
nuestros ojos,
y
que vivamos ausentes,
muy
lejos uno del otro,
que
te hable de mí este libro
como
de ti me habla todo.
II
Cada
hoja es un recuerdo
tan
triste como tierno
de
que hubo sobre ese árbol
un
cielo y un amor;
reunidas
forman todas
el
canto del invierno,
la
estrofa de las nieves
y
el himno del dolor.
III
Mañana
a la misma hora
en
que el sol te besó por vez primera,
sobre
tu frente pura y hechicera
caerá
otra vez el beso de la aurora;
pero
ese beso que en aquel oriente
cayó
sobre tu frente solo y frío,
mañana
bajará dulce y ardiente,
porque
el beso del sol sobre tu frente
bajará
acompañado con el mío.
IV
En
Dios le exiges a mi fe que crea,
y
que le alce un altar dentro de mí.
¡Ah!
¡Si basta no más con que te vea
para
que yo ame a Dios, creyendo en ti!
V
Si
hay algún césped blando
cubierto
de rocío
en
donde siempre se alce
dormida
alguna flor,
y
en donde siempre puedas
hallar,
dulce bien mío,
violetas
y jazmines
muriéndose
de amor;
yo
quiero ser el césped
florido
y matizado
donde
se asienten, niña,
las
huellas de tus pies;
yo
quiero ser la brisa
tranquila
de ese prado
para
besar tus labios
y
agonizar después.
Si
hay algún pecho amante
que
de ternura lleno
se
agite y se estremezca
no
más para el amor,
yo
quiero ser, mi vida,
yo
quiero ser el seno
donde
tu frente inclines
para
dormir mejor.
Yo
quiero oír latiendo
tu
pecho junto al mío,
yo
quiero oír qué dicen
los
dos en su latir,
y
luego darte un beso
de
ardiente desvarío,
y
luego... arrodillarme
mirándote
dormir.
VI
Las
doce... ¡adiós...! Es fuerza que me vaya
y
que te diga adiós...
Tu
lámpara está ya por extinguirse,
y
es necesario.
-Aún
no-.
Las
sombras son traidoras, y no quiero
que
al asomar el sol,
se
detengan sus rayos a la entrada
de
nuestro corazón...
-Y,
¿qué importan las sombras cuando entre ellas
queda
velando Dios?
-¿Dios?
¿Y qué puede Dios entre las sombras
al
lado del amor?
-Cuando
te duermas ¿me enviarás un beso?
-¡Y
mi alma!
-¡Adiós...!
-¡Adiós...!
VII
Lo
que siente el árbol seco
por
el pájaro que cruza
cuando
plegando las alas
baja
hasta sus ramas mustias,
y
con sus cantos alegra
las
horas de su amargura;
lo
que siente pro el día
la
desolación nocturna
que
en medio de sus angustias,
ve
asomar con la mañana
de
sus esperanzas una;
lo
que sienten los sepulcros
por
la mano buena y pura
que
solamente obligada
por
la piedad que la impulsa,
riega
de flores y de hojas
la
blanca lápida muda,
eso
es al amarte mi alma
lo
que siente por la tuya,
que
has bajado hasta mi invierno,
que
has surgido entre mi angustia
y
que has regado de flores
la
soledad de mi tumba.
Mi
hojarasca son mis creencias,
mis
tinieblas son la duda,
mi
esperanza es el cadáver,
y
el mundo mi sepultura...
Y
como de entre esas hojas
jamás
retoña ninguna;
como
la duda es el cielo
de
una noche siempre oscura,
y
como la fe es un muerto
que
no resucita nunca,
yo
no puedo darte un nido
donde
recojas tus plumas,
ni
puedo darte un espacio
donde
enciendas tu luz pura,
ni
hacer que mi alma de muerto
palpite
unida a la tuya;
pero
si gozar contigo
no
ha de ser posible nunca,
cuando
estés triste, y en el alma
sientas
alguna amargura,
yo
te ayudaré a que llores,
yo
te ayudaré a que sufras,
y
te prestaré mis lágrimas
cuando
se acaben las tuyas.
VIII
1
Aún
más que con los labios
hablamos
con los ojos;
con
los labios hablamos de la tierra,
con
los ojos del cielo y de nosotros.
2
Cuando
volví a mi casa
de
tanta dicha loco,
fue
cuando comprendí muy lejos de ella
que
no hay cosa más triste que estar solo.
3
Radiante
de ventura,
frenético
de gozo,
cogí
una pluma, le escribí a mi madre,
y
al escribirle se lo dije todo.
4
Después,
a la fatiga
cediendo
poco a poco,
me
dormí y al dormirme sentí en sueños
que
ella me daba un beso y mi madre otro.
5
¡Oh
sueño, el de mi vida
más
santo y más hermoso!
¡Qué
dulce has de haber sido cuando aun muerto
gozo
con tu recuerdo de este modo!
IX
Cuando
yo comprendí que te quería
con
toda la lealtad de mi corazón,
fue
aquella noche en que al abrirme tu alma
miré
hasta su interior.
Rotas
estaban tus virgíneas alas
que
ocultaba en sus pliegues un crespón
y
un ángel enlutado cerca de ellas
lloraba
como yo.
Otro
tal vez, te hubiera aborrecido
delante
de aquel cuadro aterrador;
pero
yo no miré en aquel instante
más
que mi corazón;
y
te quise tal vez por tus tinieblas,
y
te adoré, tal vez, por tu dolor,
¡que
es muy bello poder decir que el alma
ha
servido de sol...!
X
Las
lágrimas del niño
la
madre enjuga,
las
lágrimas del hombre
las
seca la mujer...
¡Qué
tristes las que brotan
y
bajan por la arruga,
del
hombre que está solo,
del
hijo que está ausente,
del
ser abandonado
que
llora y que no siente
ni
el beso de la cuna,
ni
el beso del placer!
XI
¡Cómo
quieres que tan pronto
olvide
el mal que me has hecho,
si
cuando me toco el pecho
la
herida me duele más!
Entre
el perdón y el olvido
hay
una distancia inmensa;
yo
perdonaré la ofensa;
pero
olvidarla... ¡jamás!
XII
¡Ah,
gloria! ¡De qué me sirve
tu
laurel mágico y santo,
cuando
ella no enjuga el llanto
que
estoy vertiendo sobre él!
¡De
qué me sirve el reflejo
de
tu soñada corona!
¡cuando
ella no me perdona
ni
en nombre de ese laurel!
XIII
La
que a la luz de sus ojos
despertó
mi pensamiento,
la
que al amor de su acento
encendió
en mí la pasión;
muerta
para el mundo entero
y
aun para ella misma muerta,
solamente
está despierta
dentro
de mi corazón.
XIV
El
cielo muy negro, y como un velo
lo
envuelve en su crespón la oscuridad;
con
una sombra más sobre ese cielo
el
rayo puede desatar su vuelo
y
la nube cambiarse en tempestad.
XV
Oye,
ven a ver las naves,
están
vestidas de luto,
y
en vez de las golondrinas
están
graznando los búhos. . .
El
órgano está callado,
el
templo solo y oscuro,
sobre
el altar... ¿y la virgen
por
qué tiene el rostro oculto?
¿Ves?...
en aquellas paredes
están
cavando un sepulcro,
y
parece como que alguien
solloza
allí, junto al muro.
¿Por
qué me miras y tiemblas?
¿Por
qué tienes tanto susto?
¿Tú
sabes quién es el muerto?
¿Tú
sabes quién fue el verdugo?
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