El último
amor
Vicente Aleixandre
I
Amor mío,
amor mío.
Y la palabra
suena en el vacío. Y se está solo.
Y acaba de
irse aquella que nos quería. Acaba de salir. Acabamos de oír cerrarse la
puerta.
Todavía
nuestros brazos están tendidos. Y la voz se queja en la garganta.
Amor mío...
Cállate.
Vuelve sobre tus pasos. Cierra despacio la puerta, si es que
no
quedó bien cerrada.
Regrésate.
Siéntate
ahí, y descansa.
No, no oigas
el ruido de la calle. No vuelve. No puede volver.
Se ha
marchado, y estás solo.
No levantes
los ojos para mirarlo todo, como si en todo aún estuviera.
Se está
haciendo de noche.
Ponte así:
tu rostro en tu mano.
Apóyate.
Descansa.
Te envuelve
dulcemente la oscuridad, y lentamente te borra.
Todavía
respiras. Duerme.
Duerme si
puedes. Duerme poquito a poco, deshaciéndote, desliéndote
en la noche que poco a poco te anega.
¿No oyes?
No, ya no oyes. El puro
silencio
eres tú, oh dormido, oh abandonado,
oh
solitario.
¡Oh, si yo pudiera hacer que
nunca más despertases!
II
Las palabras
del abandono. Las de la amargura.
Yo mismo,
sí, yo y no otro.
Yo las oí.
Sonaban como las demás. Daban el mismo sonido.
Las decían
los mismos labios, que hacían el mismo movimiento.
Pero no se
las podía oír igual. Porque significan: las palabras
significan.
Ay, si las palabras fuesen sólo un suave sonido,
y cerrando
los ojos se las pudiese escuchar en el sueño...
Yo las oí. Y
su sonido final fue como el de una llave que se cierra.
Como un
portazo.
Las oí, y
quedé mudo.
Y oí los
pasos que se alejaron.
Volví, y me
senté.
Silenciosamente
cerré la puerta yo mismo.
Sin ruido. Y
me senté. Sin sollozo.
Sereno,
mientras la noche empezaba.
La noche
larga. Y apoyé mi cabeza en mi mano.
Y dije...
Pero no dije
nada. Moví mis labios. Suavemente, suavísimamente.
Y dibujé
todavía
el último
gesto, ese
que yo ya
nunca repetiría.
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