Se llama Raúl, qué vulgar es
la realidad dicha así de golpe. Sucede que existen lugares particulares en los
que el tiempo detiene su paso. Yo conocía uno en Cuetzálan, luego, hace unos
meses, llegué a esta esquina.
La esquina sin tiempo nos ha dado por llamarle; ahí, un
hombre entrado en años prepara café, el espacio es pequeño, con decoración
anacrónica que ironiza con las computadoras en renta que invaden un rincón,
quizá porque el café preparado ritualmente no da para vivir tranquilo. Hay
quien dice que el café huele mejor de lo que sabe, no lo comparto del todo,
pero el aroma de esta esquina ¡vaya que compite con el sabor, y con el gusto que
ciertas personas nos causan!
Me gusta la iluminación, la disposición de las cafeteras
que me impide ver cómo prepara las órdenes, sólo alcanzo a distinguir el
movimiento de sus hombros, que asemejan a los del director de orquesta cuando
lleva a sus músicos al final del adagio de
Patéthique; también puedo ver sus
muecas, algunas veces levanta la mirada, quizá se sienta observado, de hecho lo
es, al menos por mí.
Al fondo
de la habitación hay una puerta con arco de medio punto, no muy bien logrado
(nótese que recuerdo mis lecturas sobre arquitectura), gustan de cubrirla con
una vieja cortina, como si hubiera algo que ocultar, como si el resguardo de la
puerta no bastara, incluso, de pronto da la impresión de que detrás hay una barda, eso sí que sería fantástico; pero seguro lo que hay ahí,
cruzando ese umbral, puede ser algo tan poco maravilloso como el hecho de que ese
hombre barbado que se dedica a preparar un
buen café se llame Raúl.
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