Nostalgia
de por la tarde
Eliseo
Diego
El
que tenía costumbre de poner las manos
sobre
la mesa blanca junto al pan y el agua,
traje
rugoso de fervor y alpaca,
y
aquella su esperanza filial en los domingos,
ya
no conmueve nunca el suave pensamiento de la fronda
con
el doblado consejo de su paso.
Y
el taciturno banco entre los álamos dormido
y
aquel campito hirsuto a quien las lluvias respetaban.
Qué
tedio los sepulta como la muerte a los ojos
que
no los cruza nunca la bendición de unas palomas,
que
tengo que soñarlos, mi amiga, tan despacio
como
quien sueña un grave color que nunca viera,
como
quien sueña un sueño y eso es todo.
Porque
quién vio jamás
pasar
al viejecillo
de
cándido sombrero bajo el puente
ni
al orador sagrado en la colina.
Yo
vi al lagarto de liviana sombra
distraerse
de pronto entre su sangre,
quedar
inmóvil, sí, tumbado,
pesando
e incapaz de confundirse ya nunca con la tierra.
(El
que tenía costumbre de cruzar las manos
sobre
la mesa blanca para mejor mirarnos,
su
mueca de morir cuándo la he visto,
su
mueca parda.)
He
visto al pez de indestructible púrpura,
en
la mañana arde como criatura perpetua de la llama,
olvida
los trabajos mugrientos de su sangre,
yace
perfecto y la madera sagrada lo levanta.
Pero
quién vio jamás
el
ruedo misterioso de tu falda
mientras
cortas las rosas en la tarde
ni
el roce y la tristeza de la lluvia
como
un ajeno llanto por mi cara.
Porque
quién vio jamás las cosas que yo amo.
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