Declaración
de amor
Efraín
Huerta
Ciudad que
llevas dentro
mi corazón,
mi pena,
la desgracia
verdosa
de los
hombres del alba,
mil voces
descompuestas
por el frío
y el hambre.
Ciudad que
lloras, mía,
maternal,
dolorosa,
bella como
camelia
y triste
como lágrima,
mírame con
tus ojos
de tezontle
y granito,
caminar por
tus calles
como sombra
o neblina.
Soy el
llanto invisible
de millares
de hombres.
Soy la ronca
miseria,
la gris
melancolía,
el fastidio
hecho carne.
Yo soy mi
corazón desamparado y negro.
Ciudad, invernadero,
gruta
despedazada.
Bajo tu
sombra, el viento del invierno
es una
lluvia triste, y los hombres, amor,
son cuerpos
gemidores, olas
quebrándose
a los pies de las mujeres
en un largo
momento de abandono
-como nardos
pudriéndose.
Es la hora
del sueño, de los labios resecos,
de los
cabellos lacios y el vivir sin remedio.
Pero si el
viento norte una mañana,
una mañana
larga, una selva,
me entregara
el corazón desecho
del alba
verdadera, ¿imaginas, ciudad,
el dolor de
las manos y el grito brusco, inmenso,
de una
tierra sin vida?
Porque yo
creo que el corazón del alba
en un millón
de flores,
el correr de
la sangre
o tu cuerpo,
ciudad, sin huesos ni miseria.
Los hombres
que te odian no comprenden
cómo eres
pura, amplia,
rojiza,
cariñosa, ciudad mía;
cómo te
entregas, lenta,
a los niños
que ríen,
a los
hombres que aman claras hembras
de sonrisa
despierta y fresco pensamiento,
a los
pájaros que viven limpiamente
en tus
jardines como axilas,
a los perros
nocturnos
cuyos
ladridos son mares de fiebre,
a los gatos,
tigrillos por el día,
serpientes
en la noche,
blandos
peces al alba;
cómo te das,
mujer de mil abrazos,
a nosotros,
tus tímidos amantes:
cuando te
desnudamos, se diría
que una
cascada nace del silencio
donde
habitan la piel de los crepúsculos,
las tibias
lágrimas de los relojes,
las monedas
perdidas,
los días
menos pensados
y las
naranjas vírgenes.
Cuando
llegas, rezumando delicia,
calles
recién lavadas
y
edificios-cristales,
pensamos en
la recia tristeza del subsuelo,
en lo que
tienen de agonía los lagos
y los ríos,
en los
campos enfermos de amapolas,
en las
montañas erizadas de espinas,
en esas
playas largas
donde apenas
la espuma
es un pobre
animal inofensivo,
o en las
costas de piedra
tan cínicas
y bravas como leonas;
pensamos en
el fondo del mar
y en sus
bosques de helechos,
en la
superficie del mar
con barcos
casi locos,
en lo alto
del mar
con pájaros
idiotas.
Yo pienso en
mi mujer:
en su
sonrisa cuando duerme
y una luz
misteriosa la protege,
en sus ojos
curiosos cuando el día
es un mármol
redondo.
Pienso en
ella, ciudad,
y en el
futuro nuestro:
en el hijo,
en la espiga,
o menos, en
el grano de trigo
que será
también tuyo,
porque es de
tu sangre,
de tus
rumores,
de tu ancho
corazón de piedra y aire,
de nuestros
fríos o tibios,
o quemantes
y helados pensamientos,
humildades y
orgullo, mi ciudad,
Mi gran
ciudad de México:
el fondo de
tu sexo es un criadero
de claras
fortalezas,
tu invierno
es un engaño
de alfileres
y leche,
tus
chimeneas enormes
dedos
llorando niebla,
tus jardines
axilas la única verdad,
tus
estaciones campos
de toros
acerados,
tus calles
cauces duros
para pies
varoniles,
tus templos
viejos frutos
alimento de
ancianas,
tus horas
como gritos
de monstruos
invisibles,
¡tus
rincones con llanto
son las
marcas de odio y de saliva
carcomiendo
tu pecho de dulzura!
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