Toco
tu boca con un dedo todo el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera
de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar
los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que
deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre
todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu
cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu
boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me
miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada
vez más cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los
cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan
tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los
dientes, jugando en sus recintos, donde un aire pesado va y viene con un
perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo,
acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si
tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de
fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un
breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es
bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento
temblar contra mí como una luna en el agua.
Julio
Cortázar, Rayuela
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