No quiero escribir sobre
Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto
acercarme mejor a mí mismo, dejar
caer todo eso que me separa del centro.
Acabo siempre aludiendo al centro
sin la menor garantía de saber lo que digo,
cedo a la trampa fácil de la
geometría con que pretende ordenarse nuestra vida
de occidentales: Eje, centro,
razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia
indoeuropea. Incluso esta
existencia que a veces procuro describir, este París
donde me muevo como una hoja
seca, no serían visibles si detrás no latiera la
ansiedad axial, el reencuentro
con el fuste. Cuantas palabras, cuántas
nomenclaturas para un mismo
desconcierto. A veces me convenzo de que la
estupidez se llama triángulo, de
que ocho por ocho es la locura o un perro
Abrazado a la Maga, esa
concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene
hacer un muñequito con miga de
pan como escribir la novela que nunca escribiré
o defender con la vida las ideas
que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su
vaivén instantáneo y otra vez me
inserto en las categorías tranquilizadoras:
muñequito insignificante, novela
trascendente, muerte heroica. Los pongo en
fila, de menor a mayor:
muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de
valores tan bien exploradas por
Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo
religioso. Lo religioso, lo
estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El
muñequito, la novela. La muerte,
el muñequito. La lengua de la Maga me hace
cosquillas. Rocamadour, la ética,
el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla,
la ética.
Julio Cortázar, Rayuela
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