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miércoles, 12 de febrero de 2014

In memoriam...

No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto
acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro.
Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo,
cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida
de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia
indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París
donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la
ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuantas palabras, cuántas
nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la
estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro
Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene
hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré
o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su
vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras:
muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en
fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de
valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo
religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El
muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace
cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla,
la ética.

Julio Cortázar, Rayuela

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