Javier el pescador o la apología de las flores
̶ Yo que usted no me metía…
Era
el primer día del año, una mañana fresca, casi fría. Una víspera agitada y
llena de barullo. Cuando empezó a clarear me escapé de la habitación a caminar
la playa, a llorar el mar.
̶ Yo que usted no me metía, me dijo el pescador
que hacía rato me miraba sollozar. Cuando lo dijo lo miré y él me mostró el
motivo de su advertencia: era un pez globo. Dudé en acercarme, pero si ya me
había visto llorar, qué más daba. Me puse la playera, junte mis cosas y fui con
él.
Uno
no imagina que a la orilla del mar se pueda mirar tanto y perder tan poco.
Cuando llegué a su lado, me esperaba con el pez aún luchando por soltarse del
anzuelo, empezaba a inflarse, uno debe aferrarse a la vida, pensé.
Conversamos
largo rato, le agradecí más de una ocasión la advertencia, sobre todo tras
escuchar las historias de aquellos que, alguna otra mañana fría, lo habían
ignorado y su destino había sido el hospital regional.
Era
un hombre bajito, moreno, tostado, diría mi restante abuela. Se llamaba Javier,
no era de Sinaloa; dijo ser de Michoacán, de un lugar que ya no recordaba su
nombre, pero sabía llegar. Le convide de mi café, no le gustó; ̶ Sabe reamargo, dijo.
Me preguntó si lloraba porque
alguien se me había muerto en el año que había terminado, le dije que en parte
sí. ̶ ¿Cómo que en parte? A la muerte uno le llora
mucho. Yo, la verdad a la muerte le he llorado poco, creo que lo he hecho más
por temor de saber que ronda. Por sentir que puede llegar y dejarme con tanto
en el tintero.
Le dije que lloraba de
tristeza, por muchas cosas, por ciertas personas, por las decisiones que nunca
se sabrá si fueron las correctas. El pez globo estaba ya totalmente inflado. ̶ Ya le queda muy poquito, quisiera que fuera más rápido, pero si no se
inflan bien, me los pagan a menos… guardo silencio y lanzó de nuevo la seda.
Empezaban a caminar por
el malecón algunos caídos de la cama que, como yo, querían ver el primer Sol de
este 2015. Pero entre tanta nube, sólo se veía una luz cálida que subía por
entre las cortinas grises. De ratitos lograba desgarrarlas y tonos mandarina
escapaban y rebotaban en el mar. ̶ Pico otro, está grandecito, acérquese para que lo
vea cuando salga. Me fui a sentar más
cerca de la orilla. Si estaba grandecito y vaya que brincaba, cuando se le
empezó a ir la vida abría más y más las branquias, su piel plateada se lleno de
arena y Javier lo arrastró hasta una cubeta.
No sabía cómo se llamaba ese pez, pero era bueno para el ceviche, es muy
rico. Saber eso le bastaba, me bastó también.
Le pregunté cómo fue
que llegó al mar y la historia hermosa empezó ahí: las flores lo trajeron a Los
Mochis, el amor a su esposa a Mazatlán y seguía aquí porque pescar cada mañana
es algo que disfruta, casi tanto como hacer arreglos de flores.
En su pueblo se sembraba
cempasúchil, tanto que la ladera de su casa se veía como un tapete, tanto que
desde octubre era día de muertos, tanto que las mariposas Monarcas, las más
adelantadas, no dudaban en posarse en ellas, amparadas por el color que
simulaba el sol.
Su papá cortaba las
flores para vender, así llego un par de veces a los Mochis, ahí alguien, un
señor le compraba toda la cosecha a su papá. Así él, Javier, a sus 14 años se
enamoró de su esposa. Nunca le dio nombre, a mi no me hizo falta saberlo.
̶ Cuando me
la robé, pus ya me tuve que casar y mi suegra nos dio un cuartito acá en su
casa. Vivo allá por el Faro. Otro pez plateado que se rendía. Otra seda al
aire, otro pez globo que colérico se inflaba.
Le conté,
inevitablemente que a mí no me gustan mucho las flores.
̶ Pero su
novio le ha de regalar hartas, ¿no? Es lo que mejor le da uno a las mujeres
para enamorarlas. Me reí un poco.
Me dijo que sus
favoritas son las hortensias. Tuve que decirle que no tenía idea de cómo eran… ̶ Son como
los algodones esos que venden en las fiestas, na más que estas no se comen.
Sonreí, y pensé en comprar hortensias cuando regresara a casa.
Cuando le explique mi
casi ensayado argumento sobre por qué no me gustan que me regalen flores, me
miro de reojo y lanzó la seda de nuevo. Llevaba dos carnadas perdidas, temí
estarlo interrumpiendo.
̶ A ver, ¿le
gusta ver el Sol no? Por eso está aquí desde hace rato. Asentí, ̶ pues las flores son iguales. Cuando recién se
cortan son tiernitas como ver salir el Sol, abren y se ven chulas y cuando se
marchitan pues es como un atardecer: ya dieron su belleza y siempre hay una que
ya viene creciendo en su lugar. No se acaban, hay unas más bonitas, pero no se
acaban. Yo digo que por eso se regalan cuando uno anda enamorado, para que la
mujer sepa que lo que uno siente no se acaba.
Me quedé callada, qué
se dice ante unas palabras tan hermosas, que vienen de alguien que no nos
conoce, que no pretende nada, de alguien que seguramente no volveremos a ver. ̶ ¿Todavía le regala flores a su esposa? ̶ Ya no tantas, los años lo cambian a uno; los
hijos, el dinero que no hay… aunque a veces cuando me llegan los rollos al
mercado y los abro, a veces hay una entre todas que me gusta más y esa sí la
aparto y se la llevo. Si es de las caras, me la echo en el bote del pescado
para que el marchate no me la cobre. Ella siempre se pone contenta cuando se la
llevo. ¿A poco en serio usté no se pone contenta? Me agaché.
Una seda más que salía
sin carnada y sin pez.
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