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martes, 13 de enero de 2015

Te regalé flores porque no pude con las sucias palabras

La última vez que te vi me dijiste, con una preocupación tan sincera como tu mirada, que ya me estaba quedando, que si seguía así mi madre, tu hermana, no iba a ver crecer a sus nietos. Era octubre y yo tuve que apretar los puños para no caer en llanto. Tú no sabía nada, algo debiste notar porque seguiste duro y dale con la plática… que si no para qué trabajaba tanto, que eso de la escuela nada más sirve para que uno no quiera tener hijos.
Notaste acertadamente que cada vez hay menos niños en la familia; cada vez que la familia se reúne somos más “adultos”; ayer nos reunimos para decirte adiós, y vi pocos niños: sólo tres y  ninguno es familia cercana, algo debe estar pasando, ¿será que tú habías visto la punta de un cambio que a saber si es para bien o no?
La noche del sábado emprendiste un camino en el que nadie te pudo acompañar, al menos no en ese momento, un camino que tengo la esperanza torpe de que vaya a algún sitio mejor, porque si no es así, entiendo menos por qué nunca voy a volver a hablar contigo.
Mientras me pedían datos y datos sobre ti: cuándo naciste, que hacías, qué tenías… La imagen de cierta foto se aferraba dolorosamente en mi memoria: el campo, la hierba en tonos dorados, tus borregos y tú con ese gesto duro que los años te tallaron en el entrecejo. Habían pasado tres años y ahora estabas ahí, en silencio que no se rompería jamás.
La mañana del domingo conduje un largo rato, hasta que topé con un mercado y te compre flores blancas, azucenas… nunca te regalé nada, sólo esas flores y ya no estabas para verlas.

En tu misa el sacerdote dijo muchas cosa, la mayoría me parecían sin sentido, hasta que hizo una invitación que me lleva a sentir vértigo:  ̶ Si tiene algo que decirle a las personas que quiere, por favor no se lo calle…



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