Albur de
amor
Rubén
Bonifaz Nuño
En
el vértigo del pozo angélico
gira
y echa flor en los desiertos
de
la sal, y les procura puertas
y
pájaros cálidos y frutos.
Nueva,
la carne se acrisola
bajo
la estéril costra; humea
la
ciudad corrompida: antorchas
y
granizo de azufre. Y sigue
la
derrota de mis fantasmas
en
su remolino de cegueras.
Y
en lo que no puede comprenderse
ejerzo
ahora las palabras.
Yo,
el desterrado; yo, la víctima
del
pacto, vuelvo, el despedido,
a
los brazos donde te contengo.
De
rodilla a rodilla, tuyas,
la
palma del tenaz espacio
se
endominga y tensa su llamado:
su
noble cielo de campanas,
su
consumación en la sapiencia,
su
bandera común de espigas.
Y
el tacto mira, y en sus ojos
se
inscriben hechos memorables
a
salvo de ayer y de mañana.
Envejece
inútil el castigo
a
lo lejos, mientras tú, de estrenos,
suavizas
tus misterios vírgenes,
la
migración de tus arroyos
placenteros,
tus racimos trémulos.
Yo
errante y vivo, te conozco.
Tú,
la estatua blanca, establecida
en
el centro que no se muda;
la
sal asombrosa del incendio,
el
horno sagrado de estar viva.
La
ciudad pequeña, tú, mi puerto
de
tierra adentro; sembradora
de
claros jardines, habitada.
Depuesta
por las llamas últimas
sobre
las playas de ceniza,
tú,
milagro de la estrella fósil,
o
pasmo de moldes interiores
en
el caracol de tibia púrpura,
o
perfecto mascarón de proa
en
el tajamar erosionado.
Y
con qué exigencias me reclamas;
me
enriqueces con qué trabajos;
a
qué llamados me condenas.
Cuando
un girar de golondrinas
arteriales,
se transparenta
por
entre estériles desiertos; rige
lo
incomprensible en las palabras;
cobra
el fruto ansiado de las puertas
con
los cerrojos descorridos.
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