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jueves, 13 de noviembre de 2014

Cuando al decir adiós, se desea no partir.

Ahora lo entiendo... Los extranjeros son espectros de tierras ajenas. Por eso la gente los reconoce -nos reconoce, porque todos lo somos en algún lugar. Andamos por ahí, ligeros, sin tanta piel y llenos de recuerdos, sin descubrirnos en ninguna parte.
Quizá todos somos extranjeros de nosotros mismos, incluso en ciudades oscuras como esta, todos suaves, bellos y completamente fuera de la realidad. Extranjeros en cuerpos que ciertos días quisieran desalojarnos y abrirse a mejores inquilinos, de esos que no se hacen tantas preguntas, de esos que besan y postergan como si la vida fuera nuestra.
Hay años en que uno se consolida como extranjero porque decide empezar más de una aventura, soltarse, dejarse caer y conocer. Sucede también en esos años, que uno se siente más feliz que nunca, cuándo, cuando cierta tarde estuvo nuestro reflejo en los ojos de quien se robo los suspiros y el amor de tantos años. También suceden las sonrisas más puras, en los días en que los extranjeros buscan direcciones que no existen y a pesar de ello, llegan a un sitio cálido y ahí pueden confesar que se le ha roto el corazón.
Los amigos de los extranjeros son pocos, quizá ni siquiera los tengan, porque les asusta saber que pertenecen, los compromete a ser y estar, así son los extranjeros: tienen tan poco que cuando quieren, entregan la confianza y su lealtad.
Así somos los extranjeros, tenemos las maletas listas al pie de la cama, partir no es lo que más nos importa, sino olvidar; diluir siluetas entre la última luz de la tarde y en ciertos días, necesitamos decir Adiós. 


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