Ahora lo
entiendo... Los extranjeros son espectros de tierras ajenas. Por eso la gente
los reconoce -nos reconoce, porque todos lo somos en algún lugar. Andamos por
ahí, ligeros, sin tanta piel y llenos de recuerdos, sin descubrirnos en ninguna
parte.
Quizá
todos somos extranjeros de nosotros mismos, incluso en ciudades oscuras como
esta, todos suaves, bellos y completamente fuera de la realidad. Extranjeros en
cuerpos que ciertos días quisieran desalojarnos y abrirse a mejores inquilinos,
de esos que no se hacen tantas preguntas, de esos que besan y postergan como si
la vida fuera nuestra.
Hay
años en que uno se consolida como extranjero porque decide empezar más de una
aventura, soltarse, dejarse caer y conocer. Sucede también en esos años, que
uno se siente más feliz que nunca, cuándo, cuando cierta tarde estuvo nuestro
reflejo en los ojos de quien se robo los suspiros y el amor de tantos años. También
suceden las sonrisas más puras, en los días en que los extranjeros buscan
direcciones que no existen y a pesar de ello, llegan a un sitio cálido y ahí pueden
confesar que se le ha roto el corazón.
Los
amigos de los extranjeros son pocos, quizá ni siquiera los tengan, porque les
asusta saber que pertenecen, los compromete a ser y estar, así son los
extranjeros: tienen tan poco que cuando quieren, entregan la confianza y su
lealtad.
Así somos los extranjeros, tenemos las maletas listas al pie de la cama, partir no es lo que más nos importa, sino olvidar; diluir siluetas entre la última luz de la tarde y en ciertos días, necesitamos decir Adiós.
Así somos los extranjeros, tenemos las maletas listas al pie de la cama, partir no es lo que más nos importa, sino olvidar; diluir siluetas entre la última luz de la tarde y en ciertos días, necesitamos decir Adiós.
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