La quietud es como el horizonte: existe, pero resulta
inalcanzable. Andar no es sólo el medio, es también todo destino. Somos las
huellas que quedan en el suelo que pisamos, incluso aquellas que, livianas como
el corazón de arena del desierto, no duran más que un segundo, lo necesario
para testificar que, sí, andamos, recorremos un camino que se inventa a cada
paso y que, por eso, estamos vivos. Avanzar sin detenerse no es opción, es lo
único posible; incluso la muerte, la nada y la extinción son solo un paso,
gigante, pero no definitivo. Somos parte de un universo que se expande y que,
quizá, cuando deba enfrentarse a su propia muerte, habrá de empezar de nuevo.
La calma no es más que una ilusión; sucede que, cuando caminas al mismo paso de
todo lo que te rodea, parece que no escapas de tu estado; eppur si muove; en los mismos ríos entramos y no entramos, pues
somos y no somos ya nunca los mismos. Yo camino, avanzo, y nada ni nadie me
salvará ya de este dolor (dulce dolor) de no llevarte más conmigo.
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