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viernes, 29 de mayo de 2015

No es que sea un pájaro ni que sepa cantar...

Quisiera derribar con una palabra esa muralla que crece sobre bosques, encima del vacío. Hay delicadas sombras que solo necesitan de un gesto para derrumbarse, hay poderosos puentes que terminan siendo de papel, al fin y al cabo. Hay, también, un grito ahogado que hemos guardado para los malos ratos, para los días entre peces, para el gastado ejercicio de la vigilia y la demolición.
He sentido esa palabra crecer más allá de la garganta, debajo de los ojos, traspasando el sueño y la urgencia. Pero la palabra es muda como el grito de un cenzontle, de un guardabarranco, de un gorrión. Los pájaros, ya lo sabemos, solo saben cantar. Sus aullidos son trinos y no sabemos qué parte tienen de deseo o de rabia o de dolor.
No es que sea un pájaro ni que sepa cantar. Esto es una analogía, silvestre y sencilla como la lluvia de todos los veranos. Es solo esa reposada, melancólica, apacible certeza de que en el silencio los aullidos duermen como espadas. Aguardan. Su espera es una espina que se mece entre el corazón y la noche, encima del largo y tumultuoso mar

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