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viernes, 29 de mayo de 2015

Apenas hemos dicho de las palabras otras palabras. Apenas hemos erigido una retórica acerca de otra retórica. Un incendio en medio del fuego. Agua que se arroja al mar.

Pero las palabras son otra cosa.

De ellas, prefiero los aullidos que contienen siempre una intensidad que nos desplaza hacia el grito, la rabia, el amor.

También los gestos guturales que hacemos cuando estamos en el centro del dolor o del placer. O el impecable silencio del asombro. O la lluvia terca de las lágrimas.

Los ojos dicen cosas que escondemos en el laberinto del idioma o en las máscaras elusivas de la ficción.

Ningún recuerdo querido cabe en una frase o en un relato, ni siquiera en el tiempo, y por eso subsiste y mejora gracias a la melancolía y la nostalgia. En todo recuerdo amado somos nuevamente. La memoria nos reinventa, pero es imposible contarlo.

Nuestros sueños están hechos de imágenes intraducibles.

Sin embargo, a pesar de todo, nos contamos el mundo con palabras. Nos justificamos o sobrevivimos por medio de códigos, entre semánticas.

Vivimos en el espejo del lenguaje. Jamás en la realidad de la desolación o del gozo. Nuestra fe está hecha de signos. Esa es nuestra condenación. Ese es nuestro sentido.

De allí que el hombre sea un animal agazapado entre sus propios monstruos. Entre bestias que jamás se van a comprender aunque se miren de frente.

Y de todas las bestias surge una música. Esta vez muy clara y tan oscura...


Eduardo Villalobos

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