Mina
Vicente
Aleixandre
Calla, calla. No soy el mar, no soy
el cielo,
ni tampoco soy el mundo en que tú
vives.
Soy el calor que sin nombre avanza
sobre las piedras frías,
sobre las arenas donde quedó la
huella de un pesar,
sobre el rostro que duerme como
duermen las flores
cuando comprenden, soñando, que
nunca fueron hierro.
Soy el sol que bajo la tierra pugna
por quebrantarla
como un brazo solísimo que al fin
entreabre su cárcel
y se eleva clamando mientras las
aves huyen.
Soy esa amenaza a los cielos con el
puño cerrado,
sueño de un monte o mar que nadie ha
transportado
y que una noche escapa como un mar
tan ligero.
Soy el brillo de los peces que sobre
el agua finge una red de deseos,
un espejo donde la luna se contempla
temblando,
el brillo de unos ojos que pueden
deshacerse
cuando la noche o nube se cierran
como mano.
Dejadme entonces, comprendiendo que
el hierro es la salud de vivir,
que el hierro es el resplandor que
de sí mismo nace
y que no espera sino la única tierra
blanda a que herir como muerte,
dejadme que alce un pico y que
hienda a la roca,
a la inmutable faz que las aguas no
tocan.
Aquí a la orilla, mientras el azul
profundo casi es negro,
mientras pasan relámpagos o luto
funeral, o ya espejos,
dejadme que se quiebre la luz sobre
el acero,
ira que, amor o muerte, se hincará
en esta piedra,
en esta boca o dientes que saltarán
sin luna.
Dejadme, sí, dejadme cavar, cavar
sin tregua,
cavar hasta ese nido caliente o
pulmón tibio,
hasta esa carne dulce donde duermen
los pájaros,
los amores de un día cuando el sol
luce fuera.
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