Celos
César
Pavese
1
Uno
se sienta de frente y se vacían los primeros vasos
lentamente,
contemplando fijamente al rival con adversa mirada.
Después
se espera el borboteo del vino. Se mira al vacío,
Bromeando.
Si tiemblan todavía los músculos,
también
le tiemblan al rival. Hay que esforzarse
para
no beber de un trago y embriagarse de golpe.
Allende
el bosque, se oye el bailable y se ven faroles
bamboleantes
-sólo han quedado mujeres
en
el entarimado. El bofetón asestado a la rubia
congregó
a todo el mundo para regodearse con el lance.
Los
rivales notaban en la boca un gusto de rabia
y
de sangre; ahora notan el gusto del vino.
Para
liarse a golpes, es preciso estar solos,
como
para hacer el amor, pero siempre está la noche.
En
el entarimado, los faroles de papel y las mujeres
no
están quietos con el aire fresco. La rubia, nerviosa,
se
sienta e intenta reír, pero se imagina un prado
en
que los dos contienden y se desangran.
Les
ha oído vocear más allá de la vegetación.
Melancólica,
sobre el entarimado, una pareja de mujeres
pasea
en círculo; alguna que otra rodea a la rubia
y
se informan acerca de si en verdad le duele la cara.
Para
liarse a golpes es preciso estar solos.
Entre
los compañeros siempre hay alguno que charla
y
es objeto de bromas. La porfía del vino
ni
siquiera es un desahogo: uno nota la rabia
borboteando
en el eructo y quemando el gaznate.
El
rival, más sosegado, ase el vaso
y
lo apura sin interrupción. Ha trasegado un litro
y
acomete el segundo. El calor de la sangre,
al
igual que una estufa, seca pronto los vasos.
Los
compañeros en derredor tienen rostros lívidos
y
oscilantes, las voces apenas se oyen.
Se
busca el vaso y no está. Por esta noche
-incluso
venciendo- la rubia regresa sola a casa.
2
El
viejo tiene la tierra durante el día y, de noche,
tiene
una mujer que es suya -que hasta ayer fue suya.
Le
gustaba desnudarla, como quien abre la tierra,
y
mirarla largo tiempo, boca arriba en la sombra,
esperando.
La mujer sonreía con sus ojos cerrados.
Se
ha sentado el viejo esta noche al borde
de
su campo desnudo, pero no escruta la mancha
del
seto lejano, no extiende su mano
para
arrancar la hierba. Contempla entre los surcos
un
pensamiento candente. La tierra revela
si
alguien ha colocado sus manos sobre ella y la ha violado:
lo
revela incluso en la oscuridad. Más no hay mujer viviente
que
conserve el vestigio del abrazo del hombre.
El
viejo ha advertido que la mujer sonríe
únicamente
con los ojos cerrados, esperando supina,
y
comprende de pronto que sobre su joven cuerpo
pasa,
en sueños, el abrazo de otro recuerdo.
El
viejo ya no contempla el campo en la sombra.
Se
ha arrodillado, estrechando la tierra
como
si fuese una mujer que supiera hablar.
Pero
la mujer, tendida en la sombra, no habla.
Allí
donde está tendida, con los ojos cerrados, la mujer no habla
ni
sonríe, esta noche, desde la boca torcida
al
hombro lívido. Revela en su cuerpo,
finalmente,
el abrazo de un hombre: el único
que
podría dejarle huella y que le ha borrado la sonrisa.
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