Apenas
hemos dicho de las palabras otras palabras. Apenas hemos erigido una retórica
acerca de otra retórica. Un incendio en medio del fuego. Agua que se arroja al
mar.
Pero
las palabras son otra cosa.
De
ellas, prefiero los aullidos que contienen siempre una intensidad que nos
desplaza hacia el grito, la rabia, el amor.
También
los gestos guturales que hacemos cuando estamos en el centro del dolor o del
placer. O el impecable silencio del asombro. O la lluvia terca de las lágrimas.
Los
ojos dicen cosas que escondemos en el laberinto del idioma o en las máscaras
elusivas de la ficción.
Ningún
recuerdo querido cabe en una frase o en un relato, ni siquiera en el tiempo, y
por eso subsiste y mejora gracias a la melancolía y la nostalgia. En todo
recuerdo amado somos nuevamente. La memoria nos reinventa, pero es imposible
contarlo.
Nuestros
sueños están hechos de imágenes intraducibles.
Sin
embargo, a pesar de todo, nos contamos el mundo con palabras. Nos justificamos
o sobrevivimos por medio de códigos, entre semánticas.
Vivimos
en el espejo del lenguaje. Jamás en la realidad de la desolación o del gozo.
Nuestra fe está hecha de signos. Esa es nuestra condenación. Ese es nuestro
sentido.
De
allí que el hombre sea un animal agazapado entre sus propios monstruos. Entre
bestias que jamás se van a comprender aunque se miren de frente.
Y
de todas las bestias surge una música. Esta vez muy clara y tan oscura...
Eduardo Villalobos
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