Por la tarde Hervé Joncour preparó el equipaje. Después se
dejó conducir a la gran habitación enchapada en piedra para el rito del baño.
Se extendió, cerró los ojos y pensó en la gran jaula, loca prenda de amor. Le
pusieron sobre los ojos un paño húmedo. Nunca lo habían hecho. Instintivamente
trató de quitárselo pero una mano tomó la suya y la detuvo. No era la mano
vieja de una vieja.
Hervé Joncour sintió el agua regarse encima de
su cuerpo, sobre las piernas primero, y después a lo largo de los brazos y
encima del pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño, alrededor. Sintió la
levedad de un velo de seda que bajaba sobre él. Y las manos de una mujer –de
una mujer- que lo secaban, acariciando su piel por todas partes: aquellas manos
y aquel tejido urdido de nada. Él no se movió nunca, ni siquiera cuando sintió
las manos subir de la espalda al cuello y los dedos –la seda y los dedos subir hasta
sus labios y rozarlos, lentamente, una vez, y desaparecer.
Hervé
Joncour sintió todavía el velo de seda levantarse y alejarse de él. Lo último
fue una mano que abría la suya y le depositaba algo en la palma. Esperó largo
rato, en el silencio, sin moverse. Luego se quitó con lentitud el paño húmedo
de los ojos. Casi no había luz en la habitación. No había nadie en torno. Se levantó,
tomó la túnica que yacía doblada en el suelo, se la puso sobre los hombros, salió
de la habitación, atravesó la casa, llegó delante de su estera y se acostó. Se
puso a mirar la llama que temblaba, diminuta, en el farol. Y, con cuidado,
detuvo el Tiempo, por todo el tiempo que quiso. Fue poca cosa, luego, abrir la
mano y ver aquel folio. Pequeño. Pocos ideogramas diseñados uno debajo del
otro. Tinta negra.
Alesandro Baricco, Seda
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