Ni siquiera
soy polvo
Jorge Luis
Borges
No quiero
ser quien soy. La avara suerte
me ha
deparado el siglo diecisiete,
el polvo y
la rutina de Castilla,
las cosas
repetidas, la mañana
que,
prometiendo el hoy, nos da la víspera,
la plática
del cura y del barbero,
la soledad
que va dejando el tiempo
y una vaga
sobrina analfabeta.
Soy hombre
entrado en años. Una página
casual me
reveló no usadas voces
que me
buscaban, Amadís y Urganda.
Vendí mis
tierras y compré los libros
que historian
cabalmente las empresas:
el Grial,
que recogió la sangre humana
que el Hijo
derramó para salvarnos,
el ídolo de
oro de Mahoma,
los hierros,
las almenas, las banderas
y las
operaciones de la magia.
Cristianos
caballeros recorrían
los reinos
de la tierra, vindicando
el honor
ultrajado o imponiendo
justicia con
los filos de la espada.
Quiera Dios
que un enviado restituya
a nuestro
tiempo ese ejercicio noble.
Mis sueños
lo divisan. Lo he sentido
a veces en
mi triste carne célibe.
No sé aún su
nombre. Yo, Quijano,
seré ese
paladín. Seré mi sueño.
En esta
vieja casa hay una adarga
antigua y
una hoja de Toledo
y una lanza
y los libros verdaderos
que a mi
brazo prometen la victoria.
¿A mi brazo?
Mi cara (que no he visto)
no proyecta
una cara en el espejo.
Ni siquiera
soy polvo. Soy un sueño
que
entreteje en el sueño y la vigilia
mi hermano y
padre, el capitán Cervantes,
que militó
en los mares de Lepanto
y supo unos
latines y algo de árabe...
Para que yo
pueda soñar al otro
cuya verde
memoria será parte
de los días
del hombre, te suplico:
mi Dios, mi
soñador, sigue soñándome.
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