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lunes, 7 de septiembre de 2015

Las cosas: hay que escribirlas para no olvidarlas.

280. Asquerosidades. Un par en la vida.
Se detuvo un instante para pensar. Empezó de nuevo.
Después se pagan.
Releyó. Todo en orden. Cerró el pequeño cuaderno y se lo metió en el bolsillo.
Por todas partes, Quinnipak se asaba bajo el sol de mediodía.
La del cuadernillo era una historia que había empezado —como se desprende de los hechos relatados— doscientos ochenta días antes, es decir, en el día que Pehnt celebró su octavo cumpleaños. Con cierto carácter intempestivo, el chico ya había intuido, entonces, que la vida es un tremendo lío y que, por regla general, estamos llamados a afrontarla en un estado de absoluta y radical falta de preparación. Sobre todo lo desconcertaba —no sin razón— la cantidad de cosas que había que aprender para sobrevivir a las incógnitas de la existencia (que eran, precisamente, tantas):
miraba el mundo, veía un ingente número de objetos, personas, situaciones y comprendía que sólo en aprender el nombre de todas aquellas cosas —todos los nombres, uno a uno— emplearía una vida. No se le escapaba que en esto se escondía cierta paradoja.
«Hay demasiado mundo», pensaba. Y buscaba una solución.
La idea se le ocurrió, como ocurre a menudo, como extensión lógica de una experiencia banal.
Frente a la enésima lista de la compra que la señora Abegg le puso en la mano antes de enviarlo al Bazar Fergusson e Hijos, Pehnt comprendió, en un instante de nouménica iluminación, que la solución se hallaba en la astucia de catalogar. Si uno, a medida que aprendía las cosas, se las apuntaba, obtendría al final un completo catálogo de las cosas que debía aprender, consultable en cualquier momento, actualizable y eficaz contra eventuales pérdidas de memoria. Intuyó que escribir una cosa significa poseerla, ilusión hacia la que se inclina una parte no desdeñable de la humanidad. Pensó en centenares de páginas abarrotadas de palabras y sintió que el mundo le daba un poco menos de miedo.
—No es mala idea —observó Pekisch—. Claro que no podrás escribirlo todo en ese librito, pero anotar las cosas principales ya sería un buen resultado. Podrías seleccionar una cosa al día, eso es. Hay que establecer reglas cuando se emprenden empresas como ésta. Cada día, una cosa. Debería funcionar... Digamos que en diez años podrías llegar a tres mil seiscientas cincuenta y tres cosas aprendidas. Ya sería una buena base. Una de esas cosas que te permite despertar cada mañana más tranquilo. No será un esfuerzo gratuito, chico. A Pehnt le pareció un razonamiento convincente. Optó por la solución «Una cosa cada día». Con motivo de su octavo cumpleaños Pekisch le regaló un cuaderno de tapas violetas. Aquella misma noche empezó la meticulosa tarea que le habría de acompañar durante años. Releída retrospectivamente, la primera anotación revela una mente significativamente predispuesta al rigor metodológico de la ciencia.
11.     Las cosas: hay que escribirlas para no olvidarlas.


Alessandro Baricco, Tierras de cristal

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